La tentación populista/2

crowd3Terminaba la primera parte de este texto sosteniendo que la mejor política es deliberación, diálogo, negociación, crítica, arbitraje entre intereses y aspiraciones en función de criterios que se consideran valiosos (igualdad, autonomía individual para la tradición de la izquierda más republicana; libertad negativa para el liberalismo, etc.), en suma, un trabajo de elaboración y síntesis que es específico de ese ámbito, y que de ninguna manera puede entenderse como una mera traducción de las aspiraciones de la sociedad civil, a las que bastaría con sacarle fotocopias para presentarlas en la ventanilla de quejas.

Esos quehaceres de la política son especialmente apropiados para que el enano populista cargado de moralismo e indignación que todos llevamos dentro la acuse de intransparente y opaca, precisamente porque aquello de lo que se ocupa es cualquier cosa menos evidente; de incoherente y engañosa, porque sus arreglos no se basan en un saber científico indesmentible –una decisión política podrá ser buena o mala, justa o injusta, pero nunca verdadera o falsa–, sino que son siempre discutibles y revocables; que los políticos hablan mucho y hacen poco, precisamente porque la política es inseparable de la palabra (incluso una protesta carecería de sentido sin palabras). Podría decirse que en política hablar y hacer no solo no se oponen, sino que hablar es hacer.

Las decisiones políticas serán (hasta podría decirse ineludiblemente) causa de decepción y motivo para que los políticos sean malditos. Por varias razones, que aquí expongo telegráficamente: la primera es que en una sociedad plural –en la que el “interés del pueblo” no pasa de ser una ficción necesaria, o a lo sumo un horizonte– siempre habrá un reclamo sin satisfacer o un interés que no se contempla, al menos mientras vivamos en un contexto de escasez; la segunda es que una sociedad justa no es un lugar de llegada, una sociedad de la que ha desaparecido la injusticia, sino apenas una que nunca se conforma con el nivel de justicia alcanzado, que siempre se pregunta qué nueva injusticia queda por repararse; lo mismo que la democracia, que es siempre una tarea pendiente, inacabada, y no un lugar del que han desaparecido todos los abusos de la autoridad, todas las limitaciones a la autonomía de los individuos, todas las restricciones a la libertad; y queda por fin la impotencia de la política, de ese espacio por excelencia en el que se hace política que es el Estado nacional, frente a otros ámbitos de la vida social, como el económico o el tecnológico, que están permanentemente exigiéndole que se someta a sus lógicas específicas. Hay una queja/acusación que el populismo comparte con el liberalismo y que consiste en acusar a la política de lenta y engorrosa, de no estar a la altura de la velocidad de la vida contemporánea. Desde luego que el tiempo de la política, de la discusión y de la implementación de sus decisiones es necesariamente lento. La política debería defender esa lentitud en lugar de pedir disculpas por ella.

Convendría, pues, empezar a asumir que la política ya no está en condiciones de suministrar las certezas y la seguridad que reclaman unos ciudadanos atónitos e indignados ante un mundo cuyo principal rasgo es la incertidumbre (¿No estaremos esperando demasiado de la política?). Y seguirá, creo yo, sin estar en condiciones de suministrar esas seguridades básicas −sin las cuales es muy probable que las personas lleven vidas más padecidas que elegidas− hasta tanto no asuma alguna forma global y se ponga a la altura de otras fuerzas y poderes que ya lo son (entre nosotros, estimado lector, ¿no demuestra el vacuo palabrerío sobre la soberanía nacional que regularmente emana de la izquierda melancólica lo extraviada que está cuando de recuperar la voz de mando de la política se trata?). De modo que sí, siempre habrá una expectativa incumplida, una aspiración “traicionada”, un sueño roto. Está en la “naturaleza” de la política. Y por eso mismo habrá que estar siempre alertas ante la tentación populista. En este contexto de insatisfacción es lo más fácil del mundo incurrir en ella.

Por otro lado, me pregunto si los aspectos negativos de la política (la corrupción, el pragmatismo cínico, el electoralismo más mezquino) que permanentemente salen a la superficie en una sociedad que aspira a la transparencia absoluta, como si tal cosa fuera posible y deseable, no estarán indicando que no todo funciona tan rematadamente mal como damos por supuesto. Porque si esos aspectos negativos salen a la luz es porque hay jueces que hacen su trabajo, prensa que denuncia, ciudadanos a los que no se convence fácilmente de cualquier cosa.

La creciente complejidad de la sociedad y del funcionamiento de las instituciones no se avienen a las explicaciones simples, binarias, a las que es tan afecto el discurso populista: la arena política contemporánea abarca tal cantidad de intereses y opiniones que al ciudadano le resulta extremadamente difícil establecer las relaciones causales en juego y atribuir responsabilidades. A fin de poder guiarse en esa complejidad, el ciudadano recurre a las ideologías, que de acuerdo con la atinada definición del ensayista Manuel Arias Maldonado, son una suerte de mapas para navegar en un mundo complejo. Todos necesitamos mapas para navegar, pero conviene tener presente que los mapas reducen y simplifican lo real a una escala abarcable.

La tentación populista es tan fuerte precisamente porque es un mapa de fácil lectura: la élite política es, por acción u omisión, la gran culpable de que aún tengamos males por corregir y aspiraciones por satisfacer. El político como demonio –en oposición a “la gente”, inocente y virtuosa– que no tiene voluntad de resolver los problemas. Se da por sobreentendido que siempre hay soluciones obvias y al alcance de la mano para todos los problemas (una candidez digna de mejor causa)… aunque quienes lo sostienen raramente las exponen. Frente a problemas complejos siempre es más tentador atribuir intenciones que comprenderlos y abordarlos. La indignación que hoy acompaña a la sensibilidad populista como a su propia sombra está siempre más inclinada a encontrar culpables que soluciones, porque atribuir los problemas a incompetencia personal o a interés inconfesado simplifica y tranquiliza. “La gente” está muy poco inclinada a abordar un problema que le produce desasosiego y angustia, como el de la inseguridad pública por ejemplo, con la perspectiva de largo plazo y la paciencia que requiere un asunto que tiene demasiadas aristas y que carece de una solución indiscutible. Recordar estas cosas elementales pone a los ciudadanos más ansiosos e impacientes. Denuncian el engaño pero no están dispuestos a escuchar lo que les disgusta. No quieren que les expongan problemas, sino soluciones (no son ciudadanos participativos que deliberan, sino votantes/clientes de una democracia de baja intensidad que tiene mucho de mercado político). Y pertrechados con la retórica de “servidores del ciudadano” (fórmula populista si las hay), los políticos harán exactamente eso, le dirán a los ciudadanos únicamente lo que éstos quieren oír. En esta complicidad entre unos y otros se teje la trama de ese populismo de baja intensidad, que no osa decir su nombre, asumido como inevitable incluso en un país declaradamente anti-populista como Uruguay.

El político que alega que él se atiene a “lo que quiere la gente”, ese que ante la primera controversia pública nos propone la simpática solución de convocar a un plebiscito –y en este país abundan–,  es una auténtica desgracia, es uno que no cumple con el papel para el que fue puesto en el lugar que ocupa. Así, pasamos en un santiamén del político/héroe que tiene soluciones para todo a uno que no tiene punto de vista sobre nada, que es lo que significa atenerse a lo que quieren los votantes.

Por eso hay que decir que los políticos también han ayudado a que se los siente en el banquillo de los acusados. En primer lugar, por fingir que la referida impotencia de la política frente a otros ámbitos y lógicas de la vida social no les afecta y seguir prometiendo lo que ya no está en sus manos prometer, por seguir usando vestimentas de héroes en una época decididamente posheroica. En suma, por seguir engordando irresponsable e insensatamente las expectativas del ciudadano posmoderno, nunca cuestionándolas o problematizándolas, sino adorándolas porque, se sabe, “la gente” siempre debe tener razón.

Las preferencias de los votantes suelen ser además caprichosas e inconsistentes: quieren una cosa y su contraria, el día y la noche, los beneficios pero no los costos de tomar determinadas decisiones, las aspiraciones de unos chocan con las de otros, pero todos las quieren satisfacer ya, ahora mismo, indispuestos a la negociación, tal vez  porque los guía más el interés, la emoción o la irracionalidad de lo que estamos, populistas al fin, dispuestos a admitir. En este vale todo crece el discurso populista, que no sabe de matices ni de diferencias. Los movimientos populistas propiamente dichos y en particular sus líderes carismáticos siempre tienen un pueblo entre los labios, porque ese pueblo o esa gente únicos son más fácilmente apropiables. La tradición republicana, en cambio, apela más a los “ciudadanos”, que a su manera da mejor cuenta del carácter plural de los representados y de la representación, de la que por eso mismo nadie se puede apropiar en exclusiva.

Lo curioso de quienes sacralizan las preferencias y aspiraciones de la gente, de la sociedad civil, del pueblo o como se lo quiera llamar y exigen que los políticos se limiten a respetarlas y defenderlas, es que siempre piensan en determinadas expresiones de la sociedad y únicamente en ellas. Pero puestos a contemplarlas a todas, no hay que olvidar que también son voces de “la gente” las que piden no pagar impuestos por considerarlo un abuso contra sus derechos de propiedad o las que exigen la pena de muerte. Hay quienes piensan únicamente en las aspiraciones de los suyos. Pero si pensamos en todas, solo disponemos de la política para discernir, siempre provisoria y revocablemente, cuáles están basadas únicamente en el interés egoísta o en el poder desnudo, cuáles deben ser priorizadas o cuáles es más justo atender.

 

tercera parte: https://jorgebarreiro.wordpress.com/2016/08/15/la-tentacion-populistay-3/

 

 

1 Responses to La tentación populista/2

  1. juliocoppola dice:

    El populismo se arraiga con facilidad en sociedades donde decae la educación y consecuentemente la cultura. Su primera metástasis es la consolidación de la decadencia: el ensalzamiento de lo «popular» como eufemismo de lo pobre, el desprecio de cualquier intento de superación, la demonización del profesionalismo, las sospechas sobre cualquier persona exitosa… Sólo son buenos los pobres y los incultos, a ellos todo se les perdona. Y en su falsa idolatría de lo «popular» va el mensaje: tu eres pobre debes votarme.
    Esa decadencia termina atrapando a la sociedad en manos de demagogos que se enriquecen a costa de la gente y se hace difícil liberarla. Cualquier intento de superación choca con distintas formas de hordas reaccionarias y ciegas, estimuladas desde el poder. Ya tenemos varios ejemplos de este fenómeno en Latinoamérica, como en Venezuela, Nicaragua, Argentina…
    Es necesario detener al populismo antes de llegar a esos extremos. Y la única forma pacífica es mediante la Educación. Es imprescindible revertir el populismo, desde que se manifiesta, educando a los jóvenes, dándoles herramientas para su inserción laboral y social, y fundamentalmente para que se liberen del yugo impuesto por los que adulan y festejan la pobreza llamándola popular.

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