Moralizando la historia

La carta del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), al rey de España en la que le pide que se disculpe por los atropellos y crueldades de la conquista de hace 500 años es una de las peticiones más ridículas de los últimos tiempos. Y eso que hemos asistido a no pocas en esta era de identidades grupales agraviadas y sentimientos presuntamente ofendidos, cuyos portadores reclaman que se los respete como si de derechos se tratara. La pretensión de AMLO es ridícula por más de un motivo.

1. Si en algo están de acuerdo casi todas las tradiciones historiográficas –desde liberales hasta marxistas y conservadores– es que el peor “pecado” en el que pueden incurrir los historiadores es juzgar la historia con los valores morales de nuestra época. La historia, es decir aquellos episodios que los historiadores seleccionan de lo que aconteció en el pasado por considerarlos relevantes para comprender y explicar una época o unos fenómenos sociales, políticos, económicos, no debe ser, ni tiene sentido que sea, objeto de juicios morales. Con la historia lo que podemos hacer es interpretarla, explicarla, comprenderla. Es más, la historia es ella misma una interpretación y una explicación del pasado: no es el pasado mismo, pues como ha sido dicho, el quehacer historiográfico no puede dar cuenta del todo, sino seleccionar del caótico acontecer pretérito aquellos episodios que se consideran relevantes.

El pedido/exigencia de AMLO incurre en esa puerilidad posmoderna de moralizar algo que no es propiamente un asunto moral. Nadie considera hoy aceptable que los soldados de un monarca sometan a los aborígenes de otra punta del planeta. Aquí nadie tiene dilema moral alguno: uno tiene dilemas y responsabilidades morales únicamente cuando dispone de cierto margen de libertad para elegir hacer esto o aquello, el bien o el mal. Y nadie en su sano juicio puede alegar que el rey Felipe VI tiene en sus manos desandar la historia y reescribirla de acuerdo con un guión que resulte aceptable a la sensibilidad moralista de nuestros días. Es ridículo lamentarse y condenar a Hernán Cortés por unas tropelías que únicamente lo son a los ojos de un observador de nuestro tiempo. Tan ridículo, por cierto, como condenar a Moctezuma por sojuzgar a las tribus de su vecindario, por los sangrientos rituales religiosos de los aztecas en los que se mataba al por mayor sin piedad. O rasgarse las vestiduras porque Iván el Terrible sumergía en aceite hirviendo a sus súbditos más desobedientes o porque Nerón carecía de perspectiva de género. Y AMLO, obviamente moraliza la historia. Escribe la carta que le escribe al rey de España porque considera que hay una historia que no fue como debió ser (como debió ser según nuestros códigos éticos actuales) y quiere que alguien se haga cargo de ese desvío del “camino recto”.

La única excepción que puede y debe hacerse en este campo es a esa parte de la historia cuyos protagonistas aún están entre los vivos. Por dos motivos: en primer lugar, porque si se trata de víctimas de abusos y están vivas tenemos un deber de justicia para con ellas; y, en segundo, porque los valores morales predominantes en la historia contemporánea no suelen ser diferentes de los actuales. En ese caso no se aplica aquello de no juzgar el pasado con nuestros (particulares) criterios morales porque los criterios morales imperantes durante el nazismo, el estalinismo, el genocidio de Ruanda y la limpieza étnica en la exYugoslavia son los nuestros. Por eso mismo, su condena no evoca en absoluto la ridiculez que sí evoca el reclamo de AMLO.

2. Por otro lado, ¿a quién debería pedirle disculpas Felipe VI por esos hechos acontecidos hace cinco siglos si es que fuera el caso que haya que pedir disculpas por hechos ocurridos hace cinco siglos? No ciertamente a un hombre con apellidos tan castizos como López Obrador, con ancestros en la Península Ibérica. Tampoco a los mexicanos en general, así a secas, pues la mayoría, la inmensa mayoría de los mexicanos, son mestizos en todas las dimensiones imaginables de la palabra (étnica, cultural, religiosa). Los ingredientes primigenios del México contemporáneo ya no se pueden descomponer: México es, como casi todas las sociedades contemporáneas, una sociedad mestiza; lo español y lo indígena ya no son discernibles, como indican su lengua, su gastronomía y tantos otros rasgos de su riquísima cultura. López Obrador debería leer a Octavio Paz.

A mí todo esto me hace acordar aquel lejano día en que uno de mis hijos regresó indignado de la escuela y bajo los efectos de un brote patriótico lanzaba imprecaciones a “los hijos de puta de los españoles que vinieron a colonizarnos”. Le pregunté que quiénes éramos “nosotros”, los colonizados, y quiénes eran “ellos”, los cabrones españoles, porque él llevaba Barreiro por apellido paterno, cuyos ancestros vinieron hace siglo y medio desde la provincia de La Coruña a Uruguay. Fin de la discusión. La noción de “los de aquí” y “los de afuera”, de los unos y los otros, está muy bien para ese narcisismo de las pequeñas diferencias que padecen los nacionalistas, pero ya no es el caso de México ni por supuesto de Uruguay. Si acaso hay alguna diferencia realmente relevante en el seno de nuestras sociedades es la diferencia de condiciones materiales, de cuna en la que se ha nacido. Y en ese sentido no parece que en el México independiente los aborígenes hayan sido objeto de la preocupación (y consabido pedido de disculpas) que AMLO parece reclamarles a unos monarcas desaparecidos hace añares.

3. Pero hay otra dimensión de la ridiculez de la que AMLO parece no tener la menor conciencia. Es una ignorancia peligrosa. La ignorancia que revela la carta del presidente mexicano es la de que en las democracias modernas las culpas y responsabilidades no se heredan. En una democracia, tanto los derechos como los deberes son individuales. El sujeto de derechos es el individuo. Nuestros derechos y deberes no dependen de nuestra pertenencia a un grupo de adscripción. Esa sugerencia de que los españoles contemporáneos tienen que lavar las manchas dejadas por sus ancestros es, hablando con propiedad, lo más feudal, o premoderno si prefieren, que se pueda concebir.

Los españoles actuales no son responsables de las fechorías de la conquista (fechorías, de nuevo, según nuestros criterios actuales) ni los romanos de hoy tuvieron arte ni parte en la conquista de media Europa (¿se imaginan hasta dónde podríamos llegar por este camino de exigir disculpas a todos los que se portaron mal desde el principio de los tiempos?). Para que se entienda bien, tampoco Pedro Bordaberry tiene por qué cargar con ninguna de las criminales responsabilidades de su padre. Esa forma de entender la política socava los principios republicanos, pues si las cosas funcionaran como sugiere AMLO (¡y tantos otros!), en el sentido de que las “culpas” se heredan, porque no son del individuo sino del grupo de pertenencia, la comunidad política ya no estaría fundada en la (universal) condición de ciudadanos de sus miembros, sino en principios identitarios; el principio constitutivo de la comunidad política pasaría a ser la tribu de pertenencia. No estoy sugiriendo que AMLO haya reparado y reflexionado sobre todo esto. Ni falta que le hizo, pues es una forma de entender la política que hemos empezado a naturalizar.

(Una versión editada de esta entrada apareció en La Diaria el 29 de marzo de 2019)

 

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